miércoles, 14 de septiembre de 2011

COLGADO EN TUS MANOS

Ser bebé es muy complicado. Todos esperan mucho de ti. No solo hay que responder a las expectativas despierto. Lo más duro es que también aguardan muchas cosas cuando duermes. Y lo que no saben es que cuando uno es tan pequeño, lo del sueño es una tarea llena de obstáculos. Yo venía de la barriga de Mamá. Y allí no había tanto ruido molesto. Al contrario. Había una paz enorme. Si venía algún sonido, eran algo como muy lejano así que te adormecía todavía más. Pero una vez fuera todo cambia. Es un rollo. Y no quiero dar demasiados detalles con el tema de los gases. Porque hay días en que los ruidos grandes se van pero por dentro te viene así como una angustia, como bien explica Tita Silvia. Vamos, que entre el jolgorio interno y externo, lo del sueño es misión casi imposible. Pero mis Papás descubrieron tácticas que resultaron infalibles. Y yo se lo agradecí un montón. Los paseos por las calles de Cádiz, con sus baches de adoquines, resultaron la mar de efectivos. A mí tanto subir y bajar en el carrito me recordaban a mis viajes en la barrigota, así que me quedaba frito con tanta nostalgia. En casa no había baches pero Papá encontró una fórmula igual de eficaz. Resulta que en el verano de 2009 triunfaba el cantante venezolano Carlos Baute con su canción Colgado en tus manos. Mamá siempre quería ponerme música clásica pero Papá apostó por empaparme en los éxitos actuales para no quedar fuera de onda. No sé qué será de mi oído musical en un futuro pero, al menos, la idea de Papá funcionaba para dormir. A mí la canción me daba un poco igual. Que si algo de Marbella, que si la sonrisa, que si el destino... A mí lo que me gustaba era el bailoteo. ¡Qué buenos siestorros! Gracias, Carlos Baute. Bueno, gracias, en realidad a Papá por inventar coreografías imposibles y hacer que me durmiera a pesar de los ruidos y los gases. Y gracias a Mamá, que toleró con benevolencia que la música pachanguera entrara en mi vida tan pronto.

sábado, 10 de septiembre de 2011

TITO EDUARDO

Los días iban avanzando entre cortos paseos por el centro de Cádiz y las visitas que me hacían mis allegados. Algunos me habían visto en el hospital, otros habían esperado convenientemente a que Papá y Mamá se asentaran en casa conmigo. Por eso Tito Eduardo tardó varios días en aparecer. Mis papás se alegraron mucho al verle y él se alegró mucho al verme a mí. Al menos eso es lo que yo sentí. Me hizo un montón de carantoñas imposibles arrugando la cara y poniendo voces raras. Yo me pensé que era un monstruo. Pero un monstruo de los buenos, de esos que, como mucho, se atiborran de galletas y quieren asustar pero no pueden. La verdad es que me cayó bien desde el principio. No venía solo. Vino con una mujer llamada Violeta que olía a dulce. Me enteré de que su especialidad era la repostería. Era experta en hacer tartas y bizcochos de todo tipo. A mí me habló con suavidad, con un acento como de azúcar. Los dos me dedicaron palabras muy bonitas y yo les devolví, a mi forma, mucha alegría. Lo que pasa es que lo de las sonrisas todavía no me salía muy bien. Pero abría mucho los ojos como para indicar que lo que decían me parecía muy bien. Luego supe que Tito Eduardo era todo un aventurero. Que estaba preparado siempre para todo y que tenía reservadas para mí lecciones básicas de la vida. Por ejemplo, si sales de excursión al campo, no hay que olvidarse de la albahaca para los bocadillos. Papá se quejaba mucho de él, de que no llegaba a los grandes momentos, de que faltaba a las grandes citas. Pero eso son tonterías. Porque Tito Eduardo siempre estaba ahí. Incluso cuando se iba lejos, como a Egipto y otros sitios estrambóticos, se le sentía cerca, como si pudiera aparecer en cualquier momento. Aquel fue el primer día que le vi. Y siempre que lo veo desde entonces deseo que vuelva pronto.